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jueves, 12 de agosto de 2010

¿Tienen los expertos autoridad epistémica en la democracia?



La pregunta supone, en un sentido fáctico, que los expertos ya forman parte esencial de muchas o casi todas las decisiones que se toman en las democracias contemporáneas. Las políticas públicas en economía, salud, educación, seguridad, medioambiente, innovación, etc., tienen un componente político y otro componente epistémico. El conocimiento establece los límites de lo que es posible hacer en el sentido de condicionantes físicos, técnicos e informacionales; y la decisión política establece la alternativa que se considera conveniente atendiendo a los fines de justicia, igualdad y libertad que constituyen la razón de ser del espacio político. Una división clara de funciones entre expertos que ofreciesen su conocimiento de forma neutra y un aparato de decisión (ejecutiva, legislativa o jurídica) legitimado por sus orígenes democráticos parecería una solución racional y eficiente a la cuestión de cómo debe operar el conocimiento en la democracia.

Pero sabemos que no son así las cosas y que probablemente esta manera de plantearlas nace de una epistemología política y de una política epistemológica asentadas en otras épocas en las que el conocimiento no era tan determinante en las dinámicas de la sociedad ni la política tan entreverada con el conocimiento.

En primer lugar, deseamos que las democracias no sean simplemente formas de tomar decisiones legitimadas por la regla de la mayoría. Esta condición cero de democracia se considera cada vez más como insuficiente. Las capacidades efectivas de manipulación de la opinión pública plantean dudas sobre la autoridad (y no simplemente la legitimidad) de muchas decisiones. Y, más allá, desearíamos un sistema en el que las decisiones deriven además de un proceso previo de deliberación donde la toma de decisiones resulte de razones convincentes (aún si no llegan a convencer a todos) y no sea un mero subproducto de mecanismos de movilización emocional de las masas. El caso es que en el proceso de deliberación se entrelazan los argumentos técnicos y los políticos de un modo que no siempre, o casi nunca, pueden separarse claramente, de forma que se suscitan cuestiones escépticas acerca de si las decisiones han sido o no las correctas o las más adecuadas desde el punto de vista epistémico.

En segundo lugar, los expertos, cada vez más, entran en el espacio de debate que conforma la esfera pública bajo el signo de la división. Y en las divisiones no siempre operan razones de orden fáctico sino que están actuando valores y formas de ver las cosas de naturaleza moral y política, como nos ha hecho saber una larga tradición de estudios sobre ciencia, técnica y sociedad. Las heterogeneidades entre los expertos lleva el debate democrático al corazón de los procesos de elaboración racional de las decisiones, de modo que se plantea ahora un problema de legitimación (y no simplemente de autoridad) en el juicio experto.

En resumen: si las decisiones deben ser convincentes y tener autoridad y si, por otro lado, sabemos que los expertos entran en el debate divididos y por tanto la autoridad de su juicio debe tener también legitimidad, nos encontramos ante una pregunta sobre las relaciones entre verdad y democracia (o verdad y justicia, si se quiere), una de las preguntas más complicadas en filosofía política.
Esta situación es la que ha abierto recientemente la controversia sobre el componente epistémico de la democracia. Una cuestión, bien es cierto, que nos remite al juicio de Sócrates, tal como lo cuenta Platón, donde se plantea abiertamente que la democracia debería ser, en realidad, una “epistocracia” o gobierno por los más preparados (Stuart Mill todavía consideraba que el grado de educación y el peso del voto deberían ir unidos). En el otro lado están quienes consideran que el procedimiento es la única fuente de legitimación democrática y que por tanto las democracias deberían ser necesariamente doxásticas y no epistémicas. Teóricos como Hanna Arendt o Cornelius Castoriadis (y más recientemente seguidores del pragmatismo como Rorty) abogan por separar la verdad y la democracia. La exigencia de verdad, plantean, abre la puerta del autoritarismo. Pero las cosas no son tan sencillas. Si, como hemos planteado al comienzo, abogamos por democracias deliberativas, probablemente nos encontremos ante una tensión creciente entre las fuentes de la autoridad y las fuentes de la legitimidad. Las fuentes de la autoridad tienen un origen epistémico; las fuentes de la legitimidad un origen procedimental. La tragedia nace de las dificultades para distinguir ambos componentes.

La controversia se hace más compleja por la presencia de los llamados teoremas limitativos en Teoría de la Elección Pública. Desde Arrow conocemos las dificultades para agregar racionalmente preferencias cuando los ordenamientos de las opciones son diferentes: por ejemplo cuando operan en los ordenamientos razones de justicia, igualdad y libertad. Recientemente, varios filósofos (Philip Pettit, entre otros) han prestado atención a cómo en los jurados de expertos se producen las mismas limitaciones, incluso cuando incorporamos razones epistémicas. Un jurado de expertos que tome sus decisiones basándose en ordenamientos personales de razones produce una paradoja: si se atiende a los votos personales, aparece una decisión A; si se atiende a la suma total de las razones epistémicas aducidas, independientemente de cómo han operado en cada decisión (ordenadas por peso epistémico personal), aparece una decisión B. Esta paradoja del jurado nos lleva al corazón del problema de la democracia epistémica. Algunos optimistas, siguiendo la tradición de Condorcet, han creído que haciendo el jurado más grande, una asamblea de hecho, la decisión converge hacia la más correcta puesto que se clausurarían las distancias individuales en los ordenamientos. Pero no es así: sigue existiendo una tensión entre las fuentes de la legitimidad y las fuentes de la autoridad. Quienes, siguiendo la huella kantiana (y de Protágoras) consideran que la fuente de la autoridad está en la legitimidad (el pueblo no puede equivocarse, cuando la decisión se ha tomado de forma procedimentalmente correcta) bordean un terreno peligroso. El pueblo sí puede equivocarse, y hacerlo gravemente. En las sociedades de riesgo o de deseo (consumo) las decisiones pueden obedecer más a factores de deseo (o miedo) que a razones correctas. Y cuestiones como la sostenibilidad del cuerpo político a largo plazo abren una zanja que no se cierra fácilmente. Quienes, siguiendo la huella de Platón, consideran que la fuente de la legitimidad está en la autoridad bordean un territorio mucho más peligroso: el de la tecnocracia y el autoritarismo y ponen en peligro la misma democracia.

¿Hay alguna salida razonable a esta tensión constitutiva de nuestras democracias? Preferiría dejar la pregunta en suspenso, mas, para no ser calificado de terrorista verbal, apuntaré mi propia línea de discusión. Por una parte creo que podemos abordar el problema de la legitimidad de los expertos introduciendo un principio de responsabilidad en las democracias. Del mismo modo que todos los intereses pueden ser considerados legítimos a condición de ser públicos y discutidos en la esfera pública, la autoridad de los expertos también puede legitimarse a condición de establecer colectivamente una distribución adecuada de las responsabilidades. Eso nos llevaría, claro, a una concepción republicana de las democracias, en donde el juicio experto se considerase una parte del sistema colectivo de responsabilidades, pero eso es un tema que desborda el actual. Por otra parte creo que los expertos solamente pueden adquirir autoridad si sus razones son comprendidas en un grado razonable, es decir, si hay un esfuerzo colectivo por que las decisiones incorporen en el nivel máximo personal las razones de los expertos. Eso nos lleva a un problema de comunicación pública por razones democráticas y a cómo habría que superar los modelos vigentes de comunicación basados en la asimetría entre expertos y legos, tal como ha propuesto, por ejemplo, Carina Cortasa. Lo que también desborda el presente propósito.

En cualquier caso, si se considera que la tensión que hemos apuntado es real y profunda, me atrevo a sugerir una moraleja con algún propósito provocador: quizá los practicantes de la filosofía política deberían leer más “Ciencia, Técnica y Sociedad”, pero también, quizás, los activistas y teóricos de “Ciencia, Técnica y Sociedad” deberían leer más filosofía política. Pues la tensión entre autoridad y legitimidad está más allá de cualquiera de los dos campos aislados.
Publicado el 9 de agosto Por Fernando Broncano, Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura. Universidad Carlos III de Madrid, España.

¿Tienen los expertos autoridad epistémica en la democracia?

Por Fernando Broncano
Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura. Universidad Carlos III de Madrid, España.

La pregunta supone, en un sentido fáctico, que los expertos ya forman parte esencial de muchas o casi todas las decisiones que se toman en las democracias contemporáneas. Las políticas públicas en economía, salud, educación, seguridad, medioambiente, innovación, etc., tienen un componente político y otro componente epistémico. El conocimiento establece los límites de lo que es posible hacer en el sentido de condicionantes físicos, técnicos e informacionales; y la decisión política establece la alternativa que se considera conveniente atendiendo a los fines de justicia, igualdad y libertad que constituyen la razón de ser del espacio político. Una división clara de funciones entre expertos que ofreciesen su conocimiento de forma neutra y un aparato de decisión (ejecutiva, legislativa o jurídica) legitimado por sus orígenes democráticos parecería una solución racional y eficiente a la cuestión de cómo debe operar el conocimiento en la democracia.

Pero sabemos que no son así las cosas y que probablemente esta manera de plantearlas nace de una epistemología política y de una política epistemológica asentadas en otras épocas en las que el conocimiento no era tan determinante en las dinámicas de la sociedad ni la política tan entreverada con el conocimiento.

En primer lugar, deseamos que las democracias no sean simplemente formas de tomar decisiones legitimadas por la regla de la mayoría. Esta condición cero de democracia se considera cada vez más como insuficiente. Las capacidades efectivas de manipulación de la opinión pública plantean dudas sobre la autoridad (y no simplemente la legitimidad) de muchas decisiones. Y, más allá, desearíamos un sistema en el que las decisiones deriven además de un proceso previo de deliberación donde la toma de decisiones resulte de razones convincentes (aún si no llegan a convencer a todos) y no sea un mero subproducto de mecanismos de movilización emocional de las masas. El caso es que en el proceso de deliberación se entrelazan los argumentos técnicos y los políticos de un modo que no siempre, o casi nunca, pueden separarse claramente, de forma que se suscitan cuestiones escépticas acerca de si las decisiones han sido o no las correctas o las más adecuadas desde el punto de vista epistémico.

En segundo lugar, los expertos, cada vez más, entran en el espacio de debate que conforma la esfera pública bajo el signo de la división. Y en las divisiones no siempre operan razones de orden fáctico sino que están actuando valores y formas de ver las cosas de naturaleza moral y política, como nos ha hecho saber una larga tradición de estudios sobre ciencia, técnica y sociedad. Las heterogeneidades entre los expertos lleva el debate democrático al corazón de los procesos de elaboración racional de las decisiones, de modo que se plantea ahora un problema de legitimación (y no simplemente de autoridad) en el juicio experto.

En resumen: si las decisiones deben ser convincentes y tener autoridad y si, por otro lado, sabemos que los expertos entran en el debate divididos y por tanto la autoridad de su juicio debe tener también legitimidad, nos encontramos ante una pregunta sobre las relaciones entre verdad y democracia (o verdad y justicia, si se quiere), una de las preguntas más complicadas en filosofía política.
Esta situación es la que ha abierto recientemente la controversia sobre el componente epistémico de la democracia. Una cuestión, bien es cierto, que nos remite al juicio de Sócrates, tal como lo cuenta Platón, donde se plantea abiertamente que la democracia debería ser, en realidad, una “epistocracia” o gobierno por los más preparados (Stuart Mill todavía consideraba que el grado de educación y el peso del voto deberían ir unidos). En el otro lado están quienes consideran que el procedimiento es la única fuente de legitimación democrática y que por tanto las democracias deberían ser necesariamente doxásticas y no epistémicas. Teóricos como Hanna Arendt o Cornelius Castoriadis (y más recientemente seguidores del pragmatismo como Rorty) abogan por separar la verdad y la democracia. La exigencia de verdad, plantean, abre la puerta del autoritarismo. Pero las cosas no son tan sencillas. Si, como hemos planteado al comienzo, abogamos por democracias deliberativas, probablemente nos encontremos ante una tensión creciente entre las fuentes de la autoridad y las fuentes de la legitimidad. Las fuentes de la autoridad tienen un origen epistémico; las fuentes de la legitimidad un origen procedimental. La tragedia nace de las dificultades para distinguir ambos componentes.

La controversia se hace más compleja por la presencia de los llamados teoremas limitativos en Teoría de la Elección Pública. Desde Arrow conocemos las dificultades para agregar racionalmente preferencias cuando los ordenamientos de las opciones son diferentes: por ejemplo cuando operan en los ordenamientos razones de justicia, igualdad y libertad. Recientemente, varios filósofos (Philip Pettit, entre otros) han prestado atención a cómo en los jurados de expertos se producen las mismas limitaciones, incluso cuando incorporamos razones epistémicas. Un jurado de expertos que tome sus decisiones basándose en ordenamientos personales de razones produce una paradoja: si se atiende a los votos personales, aparece una decisión A; si se atiende a la suma total de las razones epistémicas aducidas, independientemente de cómo han operado en cada decisión (ordenadas por peso epistémico personal), aparece una decisión B. Esta paradoja del jurado nos lleva al corazón del problema de la democracia epistémica. Algunos optimistas, siguiendo la tradición de Condorcet, han creído que haciendo el jurado más grande, una asamblea de hecho, la decisión converge hacia la más correcta puesto que se clausurarían las distancias individuales en los ordenamientos. Pero no es así: sigue existiendo una tensión entre las fuentes de la legitimidad y las fuentes de la autoridad. Quienes, siguiendo la huella kantiana (y de Protágoras) consideran que la fuente de la autoridad está en la legitimidad (el pueblo no puede equivocarse, cuando la decisión se ha tomado de forma procedimentalmente correcta) bordean un terreno peligroso. El pueblo sí puede equivocarse, y hacerlo gravemente. En las sociedades de riesgo o de deseo (consumo) las decisiones pueden obedecer más a factores de deseo (o miedo) que a razones correctas. Y cuestiones como la sostenibilidad del cuerpo político a largo plazo abren una zanja que no se cierra fácilmente. Quienes, siguiendo la huella de Platón, consideran que la fuente de la legitimidad está en la autoridad bordean un territorio mucho más peligroso: el de la tecnocracia y el autoritarismo y ponen en peligro la misma democracia.

¿Hay alguna salida razonable a esta tensión constitutiva de nuestras democracias? Preferiría dejar la pregunta en suspenso, mas, para no ser calificado de terrorista verbal, apuntaré mi propia línea de discusión. Por una parte creo que podemos abordar el problema de la legitimidad de los expertos introduciendo un principio de responsabilidad en las democracias. Del mismo modo que todos los intereses pueden ser considerados legítimos a condición de ser públicos y discutidos en la esfera pública, la autoridad de los expertos también puede legitimarse a condición de establecer colectivamente una distribución adecuada de las responsabilidades. Eso nos llevaría, claro, a una concepción republicana de las democracias, en donde el juicio experto se considerase una parte del sistema colectivo de responsabilidades, pero eso es un tema que desborda el actual. Por otra parte creo que los expertos solamente pueden adquirir autoridad si sus razones son comprendidas en un grado razonable, es decir, si hay un esfuerzo colectivo por que las decisiones incorporen en el nivel máximo personal las razones de los expertos. Eso nos lleva a un problema de comunicación pública por razones democráticas y a cómo habría que superar los modelos vigentes de comunicación basados en la asimetría entre expertos y legos, tal como ha propuesto, por ejemplo, Carina Cortasa. Lo que también desborda el presente propósito.

En cualquier caso, si se considera que la tensión que hemos apuntado es real y profunda, me atrevo a sugerir una moraleja con algún propósito provocador: quizá los practicantes de la filosofía política deberían leer más “Ciencia, Técnica y Sociedad”, pero también, quizás, los activistas y teóricos de “Ciencia, Técnica y Sociedad” deberían leer más filosofía política. Pues la tensión entre autoridad y legitimidad está más allá de cualquiera de los dos campos aislados.
Publicado el 9 de agosto Por Fernando Broncano, Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura. Universidad Carlos III de Madrid, España.

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