El nuevo humanismo
En el prólogo a su libro Conocimiento prohibido, Robert Shattuck recoge la siguiente anécdota:
Desde que el hombre es hombre, el miedo a las consecuencias del conocimiento es uno de los compañeros más fieles del se humano, no sólo desde una perspectiva social, como forma de control, sino desde un lugar mucho más profundo e íntimo, absolutamente personal: es un miedo inexplicable, intuido, a alcanzar una verdad última cuyo encuentro no sea agradable ni favorezca el bienestar de la propia existencia.
Como castigo por robar el fuego de los dioses, Prometeo no sólo sufrió en sus propias carnes la ira de Zeus, sino que la humanidad toda hubo de padecer el dolor y las preocupaciones salidas de la caja de Pandora, una criatura modelada expresamente para vengar la afrenta del héroe.
El cristianismo promovió un antiintelectualismo según el cual fue el afán de conocimiento lo que provocó la caída del hombre, de modo que la inocencia basada en la ignorancia era el estado natural y deseable.
Para Ambrosio de Milán, el plan divino es la multiplicación de la humanidad y su educación progresiva, de manera que el conocimiento prematuro fue el origen de la Caída. El buen cristiano tiene que ser, por tanto, inocente como un niño y huir de la razón. Su discípulo, Agustín de Hipona, vería en Adán un estado humano de inocencia inmaculada.
En esta línea, Lactancio adaptó al cristianismo el mito pagano de la Edad de Oro, refiriéndose a una Edad de Saturno caracterizada por el monoteísmo, la caridad y la inmortalidad. La Edad de Oro como comunidad de amor libre donde todo se comparte sería algo propia de colectivos cristianos como los Adamitas, en el s. II, y sus ideas se reavivaron en el siglo XIII a través de los Hermanos del Espíritu Libre, en Holanda, y los begardos, en Alemania.
Resulta significativo que el siglo XX viera nacer estas mismas tendencias que asocian la vida natural con la ignorancia voluntaria, en una repetición exacta del miedo a que el conocimiento destruya el paraíso prometido de la Nueva Era. El dios cristiano fue sustituido por fuerzas pensantes, ya fueran heraldos de ese mismo dios en la forma de seres de luz, o ya fueran criaturas pertenecientes a civilizaciones extraterrestres con mayor nivel de conciencia, o ambas cosas juntas; el terrícola aspirante al Edén había de limitarse a yacer gozoso y dejarse inundar por las energías cósmicas portadoras del conocimiento necesario y suficiente que, en forma de canalizaciones, le sería suministrado de manera que ningún exceso pudiera alterarlo y provocar una nueva “Caída”.
Puesto que se ha citado la Nueva Era, habrá que contrabalancear y recurrir a quienes la “fundaron” en contraste con quienes se la apropiaron para convertirla en la religión del capitalismo consumista. Así, en un pasaje de su libro El vencimiento de la ilusión, el teósofo Gerard Van der Leeuw escribe:
A la res bovina, le basta con existir en las emociones:
El misterio de la vida no se resuelve, se experimenta. Si la vida se resuelve, deja de ser vida. Si encaja en un sistema, sería muerte y no vida. “La vida está siempre cambiando, siempre en perpetuo devenir, y sin embargo, eterna en su esencial realidad”. Es el movimiento, la asimetría venerada por los pitagóricos.
En palabras de Raimon Pannikar extraídas de El mundanal silencio:
Sin embargo, aunque está condenado al fracaso el intento de resolver el problema de la vida y explicarlo lógicamente, todavía el ansia de comprender más, de conocer nuestro propio significado y propósito es tan irresistible que ni la idea del fracaso la puede invalidar.
He ahí la clave que pocos se atreven a enfrentar. Lo sagrado, dice Pannikar, no viene a resolver los problemas de la modernidad, ni a dotar de coherencia racional nuestra imagen del mundo, sino que se trata de “una dimensión de ultimidad, y por tanto de misterio, que no tiene ulterior explicación y de una vida inescrutable en el corazón mismo de cada cosa y acontecimiento; es un elemento de libertad inherente a todo ser que existe”.
La convivencia entre el misterio y la búsqueda de conocimiento es el gran reto del siglo XXI, dicen los que se ocupan de estos asuntos de las tendencias y evoluciones del pensamiento. En este camino, los movimientos espirituales al uso parecieran haber perdido toda oportunidad, encerrados en su “oscurantismo” intelectual y su anverso complementario de “iluminación” casera, despreciadores de la ciencia que no comprenden y a la que sólo recurren cuando parece confirmar sus supersticiones para asentir con gesto paternal (este blog está lleno de ejemplos propios, descarriándose por un lado u otro según la época).
Pero el oscurantismo no es único de los ambientes en que se confunde espiritualidad con superstición y falta de pensamiento crítico, sino que también inunda, y gravemente, los cimientos sobre los que se levanta el humanismo más respetado por el siglo. En un artículo sobre el nuevo humanismo, Jordi Pigem sentencia sin vacilar: “el humanismo que da la espalda a la ciencia se vuelve necio (literalmente: sin ciencia) y la ciencia empobrece su perspectiva al quedarse iletrada (privada de saber literario)”.
Y tan graves resultan el humanismo necio y la espiritualidad supersticiosa como la ciencia que se contenta con sus éxitos utilitarios, sus divulgaciones amenas pero ya desfasadas, que sólo viven porque gozan del atractivo de los grandes titulares y el poco esfuerzo intelectual de los resúmenes populares, pero que se niega a aceptar que, como dice Pigem, “la letra pequeña de cada disciplina científica está llena de interrogantes”.
En los años 90, John Brockman se propuso promover una serie de actividades y encuentros para fijar “la tercera cultura” de que hablara C. P. Snow en su libro Las dos culturas, allá por los años 60, en que expresaba sus esperanzas en una nueva cultura que cubriera la brecha entre científicos e intelectuales. Desde entonces, se ha ido gestando y ampliando el grupo de investigadores que buscan esa reunión de disciplinas.
Pero, tal y como afirma Brockman y en contra de lo que se pudiera esperar, los puentes hacia un conocimiento integral, e íntegro, no están siendo tendidos desde la orilla humanista, como pensaba Snow, sino desde el lado científico. Aquí se cumple aquello de que los humanistas se encierran a discutir sobre sí mismos para luego lamentarse de que el mundo peca de “cientifista”; pero no hacen nada por remediarlo y mucho menos por ofrecer motivos a la defensa de la afirmación de Brockman de que, frente a la endogamia intelectual de los humanistas académicos, cerrados en sí mismos y en defensas de ideas ajenas a todo empirismo, los científicos son más abiertos:
Quizás sea por ello por lo que ese humanismo proyecta sus sombras reduciendo “la otra orilla” a un cientifismo tan cerrado y endogámico como aquél, sin abrirse a la Ciencia, con mayúsculas, ajena a egos e intereses personales y que tan rechazada es por unos y otros.
En contra de esta actitud, hay quienes, como Salvador Pániker, reconocen que el acceso a la metafísica exige el paso por la física, pues la ciencia, “a medida que va profundizando en la estructura de la realidad material, va arrojando también bastante luz sobre los condicionamientos de nuestro pensar”. Esta frase pertenece al prólogo que Pániker escribió para el libro de Brockman donde aclara:
La ciencia, “con su aproximación cada vez más misteriosa a la realidad, contribuye –a diferencia de otras épocas— a reencantar el mundo, a propiciarlo para la vivencia trascendente”, convergiendo sus metáforas con las visiones de los místicos en una región de claroscuros donde queda suspendida la dualidad sujeto-objeto. “Es una zona también “poética” en la que las fronteras entre disciplinas se hacen tenues, y nuevas metáforas emergen”.
El denominador común a todas las tradiciones místicas y a la ciencia moderna es, según Pániker, la idea de lo infinito:
Pero ésta no es ni mucho menos la única vía: frente a la experiencia mística, hay otra forma de enfocar lo infinito que lo presenta como algo monstruoso, lo sublime que abruma y desasosiega. Lo absoluto es “mucho más profundo e indigerible que las versiones edulcoradas de una cierta tradición”. ¿Será ese el miedo profundo que impide lanzarse a conocer a pecho descubierto?
El primer paso a dar es, según Pániker, la reforma del lenguaje de manera que nos permita sustituir los objetos por las relaciones.
En otras lenguas, como el chino, “cuesta poco advertir que el mundo es una colección de procesos más que de entidades”. Siguiendo al neurólogo Peter W. Nathan, dice Pániker que “es lícito usar el adjetivo mental, pero no lo es tanto referirse al sustantivo mente”:
La transformación lingüística debe profundizar, por tanto, en lo poético.
Pániker defiende la trascendencia, “ni que sea para escapar a la insoportable sensación de claustrofobia que genera la idea de estar encerrados en un mundo de sueños”:
Lo desconocido es lo que está fuera del condicionamiento, la nada mística. Es significativo que lo espiritual de hoy no se atreve a enfrentar esa nada de que ya hablara Meister Eckhart como culminación de la experiencia trascendente y que, al igual que hicieran los padres de la mecánica cuántica, hayan de ser esos terrícolas tan presuntamente apegados a la materia los que nos acaben descubriendo las esencias del ser humano, ganándole así la partida a los humanistas que viven de serlo.
Puede que la clave a tanto “desorden” intelectual esté en la siguiente cita de María Zambrano sobre el fin de la era de la razón y las certidumbres:
Y es que sólo los desamparados por la razón y el espíritu tienen necesidad de adentrarse, aún con miedo, en los sombríos dominios de la incertidumbre en busca de la Verdad, sospechando que la búsqueda sea en vano.
Los otros, los protegidos por la certeza, dormitan satisfechos antes de ser aplastados por las cúpulas de un palacio de cristal que se derrumba.
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